Todas las tardes al regresar de la iglesia, colgaba el viejo rosario sobre el portarretratos de sus padres, cuyas siluetas se difuminaban en el color sepia del tiempo. Con los lentes a medio sujetar exploraba pacientemente la empalidecida pared de la habitación con olor a naftalina. Llevaba días rastreando la larva con su casita a cuestas en su camino hacia el techo. Un día la larva rompió su crisálida y emergió como una polilla hambrienta. Horas después, el inmaculado velo blanco, que usaba para ocultar sus pecados existenciales, estaba horadado por cariñosos mordiscos. ¿No será que al criar futuros traidores estamos tejiendo nuestra propia destrucción?
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